Agua pasada que nos acaba calando hasta ahogarnos, porque todo pasa en el eterno fluir de la vida, pero mientras pasa, muchos días nos arrolla.

Era la noche de las Táuridas, la primera noche de lluvias de estrellas que nos regalaba noviembre, y aunque el otoño apenas se había asomado era la primera noche en la que empecé a notar el frío típico de finales de año. Era una noche fría y húmeda, de esas en las que cuando llevas ya un tiempo fuera, en mi caso en la terraza, la humedad o el frío o las dos, se acaban metiendo en los huesos y no tienen ninguna prisa en marcharse. Empiezan de una forma sutil, para que no te des cuenta y poco a poco te van atrapando hasta dejar tus pies, manos y nariz como auténticos cubitos de hielo.

Pensé que al menos, pese al frío, había tenido algo de suerte, el día había amanecido despejado y así siguió hasta la noche que quiso regalarme la oportunidad de poder observar el cielo bajo la oscuridad y ponerme a prueba para ver si conseguía «cazar» alguno de esos trozos de meteoro que iban a entrar en nuestra atmósfera. Trozo de meteoro, restos de un cometa, «bolas de fuego» o estrella fugaz, esa que, según cuentan, te concede el deseo que le pidas nada más verla iluminar la negrura del cielo. Asi que pensé: «¿y si es ahora mi noche de suerte?» y así me animé a creer que, ¡joder, la suerte me debía mi noche! Y salí a la terraza en su busca para que no se me volviera a escapar una vez más. Era un escenario perfecto: bajo la oscuridad del cielo estrellado YO, bien abrigada con una de mis mantas para darme algo de calor o cobijo y una copa de vino para calentar mi interior. Estando sentada bajo la manta, con el vino en una mano y en la otro mi cigarro liado, y sin ninguna estrella cazada por ahora, me sentí afortunada, y pensé en mi suerte, y fui consciente de que estaba disfrutando del vino que me calentaba y de la hierba que estaba fumando en mi terraza sólo con la compañía de la vida nocturna que me rodeaba, las ramas de los árboles, el canto del Señor Bajón (que en realidad es una lechuza, pero yo le llevo llamando desde hace 15 años así, como si fuera siempre el mismo, el Señor Bajón), algún grillo pero no había más sonido de humanidad que el que yo podía hacer, no se escuchaba a ningún coche, ni tampoco se veía ni escuchaban voces, ni pasos…, sólo veía a los murciélagos sobrevolando el cielo como si les acabarán de poner en libertad, ellos también estaban disfrutando de la nocturnidad.
Puede que fueran la misma oscuridad junto con la luna, las estrellas y los planetas los que me hubieran hechizado, en cierta forma, alguna de todas mis noches provocando que mi imaginación volara, como esos murciélagos que estaba viendo voltear descontrolados, y a su vez para recordarme ese superpoder que tenemos cuando somos críxs. Un superpoder que nos hace capaces poder crear, y moldear, cualquier mundo imaginario.
En mis mundos imaginarios yo tengo alas, unas alas que me dan esa seguridad para dejarme llevar o poder escapar. Esa es la razón por la que intento todas las noches escaparme, aunque solo sea un ratito, a uno de mis rincones donde puedo expandirme y evadirme, solo conmigo y el mundo que esa noche fuera a imaginar. En ese espacio me permito reflexionar y divagar sobre cualquier cuestión que me ronde la cabeza, por nimia que sea, sin sentir que he dejado «algo» de lado.

Allí mi superpoder deja que mi imaginación vaya a 10 por hora o vuele a doscientos por hora, saltando de un sitio a otro sin sentido lógico aparente llevandose como a rebufo algunos de mis pensamientos rumiantes. Todas esas cosas que suelen pesarnos, que no dejan de aparecer y desaparecer a su antojo y que a veces parece que quieren consumirnos también viajaban conmigo, por mis mundos imaginarios todos esos pensamientos saltaban conmigo de planeta en planeta, tan pronto me sentía muy afortunada al estar arropada por esa gran familia de sangre y de la que la vida te regala para quedarse contigo, como de repente me invadía esa sensación de soledad desoladora acompañada por la pesada tristeza que muchos días me había consumido vida sin razón o causa aparente. Porque siendo sincera me gusta estar sola, lo necesito como el aire o como el agua, pero creo que a nadie le gusta sentir lo que pesa la soledad impuesta, sobretodo en los momentos que nos sentimos más vulnerables y frágiles.
Ese era el peso que me empujaba y animaba a cerrar los ojos y coger aire profundamente para luego expulsarlo poco a poco a la vez que volvía a abrir los ojos para dar otro salto al siguiente mundo.

Saltos que me incitan y recuerdan que ser valiente implica volver confiar, y que echar de menos no conlleva querer regresar al mismo lugar, ni confiar en las mismas manos. Son unos saltos que me animan a vivir, a crecer, a poder tocar nuevas experiencias con nuevas personas y con las que forman esa gran familia que ido formando. Esos que nos dan la oportunidad de darnos la vuelta para pedir ese empellón que nos falta para atrevernos, y que sea unx o varixs de los que están a nuestro lado para agarrarnos la mano y gritarnos: ¡Coge carrerilla que saltamos juntos!
Gracias a todas esas manos que saltan conmigo, y me animan a tomar aire para el impulso de otro gran salto del camino que recorremos juntxs acompañandonos. Gracias por estar a mi lado, aún cuando no he dado señales de quereros cerca o incluso cuando os he intentado engañar con mis «yo estoy bien no te preocupes!!», acompañando la frase-coletilla con mi sonrisa protectora, y os he invitado a dejarme… Gracias por haberme recordado que tengo unas alas que me empujan a seguir creando mis pequeños mundos imaginarios de cuentos inventados. Os quiero infinitamente, ya lo sabéis pero os lo dejo por escrito.