
Hace un tiempo escribí en alguna de mis burbujas la frase de: “los mejores regalos son los inesperados”, ahora que han pasado unos tres años y que yo, como muchos otros que queremos seguir creciendo para intentar ser un poco mejores, no soy la misma al 100%, me gustaría poder corregirme. Los mejores regalos no son aquellos que aparecen por sorpresa, ni vienen ocultos o enmascarados bajo un papel celofán, aunque vengan con lazos y purpurina, ni tampoco son aquellos que requieren un desembolso de dinero, por pequeño que sea.
En realidad, pienso que los mejores regalos que recibimos, a lo largo de nuestro andar, son todos esos que se traducen en tiempo compartido, con sus múltiples variedades y en todas sus diferentes formas y maneras. Son regalos que pasan de puntillas, no requieren parafernalia de ningún tipo y eso puede que haga que no les prestemos la atención que precisan ni les demos el gran valor que tienen. Regalos disfrazados de paseos sin rumbo fijo por alguna ciudad o por la orilla de una playa mientras el mar, con su susurro, viene a saludar y a refrescarnos los pies cansados que siguen manteniéndonos en pie todos los días. Regalos que son una llamada-mensaje que dan forma a un saludo-abrazo que se acaban convirtiendo en las mejores charlas sanadoras, esas en las que vamos enganchando un tema tras otro, esas tertulias largas en las que las palabras que van saliendo de nuestras bocas acaban poco a poco envolviéndonos con sutileza, para que ese encuentro nos siga recargando. Regalos que hacen que las horas pasen en dos suspiros, esos en los que cuando queremos mirar la hora lo que pensamos es: “¿Ya han pasado cuatro horas?” Regalos que empiezan siendo una copa de vino y una conversación de cualquier cosa insulsa y que suelen acabar con discusiones o debates (sin peleas) sobre el todo y la nada, esas conversaciones en las que nos acaba invadiendo, en cierta forma, una especie de sensación triunfal porque acabamos de arreglar un poquito el mundo en el que vivimos. Son charlas que vienen rebosando risas y lágrimas desconsoladas, porque hacen que nos sintamos en casa, en un lugar seguro. Regalos que son nuestro refugio inamovible, a no ser que les pidamos que se marchen o les digamos que no vamos a volver porque encontramos otro mejor para nosotros. Refugios que se convierten en CASA al que acudimos con los ojos cerrados cuando estamos tan desarmados que no sabemos como empezar a montarnos de nuevo. Regalos que son el hombro en el que nos dejan que limpiemos nuestro propio desarme, a los que miras después de todo ese desahogo con la cara salada y balbuceas algo así como: “Perdona, ya está. Gracias por quedarte”. Son ese hombro que se queda contigo abrazándote fuerte y te recuerdan, hablándote a los ojos: “¡Ey, tranquila! Estoy aquí y no voy a irme a ningún lado, incluso cuando no puedas verme, ni yo abrazarte, estaré contigo descolgando el teléfono para dejarte que expulses todo eso que te duele y/o te pesa, al igual que estaré para todo lo que tengamos que celebrar, aunque no estemos compartiendo el mismo espacio y/o tiempo.”. Regalos que se tumban a tu lado en silencio y te ofrecen su pecho para que tú apoyes tu cabeza y allí puedas volcar todos esos suspiros que cada día te van pesando un poco más.
Regalos en forma de silencios compartidos donde poder disfrutar del atardecer sin nada que nos distraiga, en los que mientras el sol se va poniendo estamos atentamente escuchando todo lo que tiene que decirnos el viento, el mar, los árboles, el río, los pájaros,…la vida. Regalos tan especiales que nos permiten poder compartir el sonido de la calma y todo lo que en ese momento nos este rodeando, sin sentirnos incómodos y sin importarnos los minutos llevamos escuchando toda esa vida que nos envuelve. Son regalos únicos porque no podemos compartir con todos los que queremos todo eso que nos quiere transmitir la vida y que en ese momento nos está acompañando, sin sentir la necesidad de adornar, o de destrozar más bien, ese momento con cualquier palabra forzada. Regalos que provocan que nuestro yo interior desee con todas sus fuerzas que el tiempo, por una vez, se quede en pausa porque, sinceramente, aún nos queda mucho por escuchar y mucho por decir.
Los mejores regalos vienen acompañados de un puñado de sonrisas, de muchas emociones y sentimientos, y millones de ganas. Ganas de las que nos animan a perseguir lo que soñamos, a no ceder ante cualquier bache, ganas para pelear, para luchar, por lo que queremos, aquí no valen de nada las ganas intermitentes o las ganas a medias, esas que andan jugando al despiste o que intentan recrear al perro de Lope de Vega, dejemos de engañar al otro y de autoengañarnos a nosotros. Eso es desgana, disfrazada o camuflada, pero no son ganas. Que las ganas de vivir todo lo que podamos sean infinitas para que sigamos compartiendo el tiempo en cualquiera de sus formas con los que amamos, que no perdamos el apetito voraz de querer compartir el mejor de los regalos con nuestras casas, con nuestros hombros. Ganas de seguir regalando y disfrutando del mejor de todos los regalos, el tiempo compartido, estos no vienen con ticket regalo ni ofrecen alguna opción a reembolso, porque el tiempo vuela, se esfuma y no vuelve más, ya está se ha ido. Así que, dejémonos de excusas y empecemos a darnos prisa todos porque el tiempo se nos está agotando, cada día tenemos un poco menos.

Empecemos ya a regalar, a compartir, todos los tiempos posibles, porque hay una realidad que es visible para cada uno de nosotros y es que no sabemos cuando ocurrirá pero si sabemos que absolutamente todos nos quedaremos, antes o después, sin tiempo y, aunque siempre nos quedarán muchas charlas, ciudades en las que pasear, lágrimas, risas, vinos, lo que tenemos que intentar es que los regalos que se queden sin compartir sean porque nuestra lista no ha dejado de crecer, es decir, porque no hemos parado de sumar más tiempo compartido, y no sea por pensar, tontamente: ¡Bah, si aún tenemos tiempo!, ya sea para esos vinos, esas comidas, ese mensaje, para esa llamada, porque los “ya si eso mañana” son una excusa barata, un engaño. La realidad es que, a estas alturas, todos ya sabemos que lo mismo no hay más mañana ni para mí, ni para ti, ni para nadie. Disfrutemos de lo que tenemos, vivamos el hoy y sigamos luchando y peleando por todo aquello que nos conmueva, que nos llene, todo lo que nos haga ser mejores, todo que nos saque una sonrisa, sigamos acudiendo a nuestros refugios si necesitamos soltar lastre para poder continuar el vuelo, pero ya, sin demoras, como si supiéramos que hoy es el último día que tenemos. No dejemos de esforzarnos, de luchar, de ilusionarnos, de sorprender, de compartir con todos los que forman parte nuestra porque, aunque no queramos verlo, el reloj seguirá haciendo lo suyo, lo único que sabe y conoce: Tic-tac,… y se fue.