
Desde que tengo uso de razón mis padres y mis hermanas me llamaban, entre otras cosas, La Bella Durmiente con despertares de Maléfica, siempre me gustó dormir o más bien desde bien chiquita me encantó soñar imaginando otras vidas. He sido, y sigo siendo, una fiel defensora de los que disfrutan durmiendo, más aún si es soñando, a pesar de ir a contracorriente y encontrarme, prácticamente, a solas en el bando de los que saben gozar y divertirse en una cama y de que la gran mayoría de personas que me rodeaban consideraban que el acto de pasar más del tiempo necesario, es decir las 8 horas de media, en horizontal era una auténtica pérdida de tiempo.
Hoy aprovechando la oportunidad dada voy a intentar tratar de confeccionar mi propio Manifiesto de Lecho, saltando de catre en cama y piltra porque hoy nos toca lecho, aunque sin olvidarnos de algún que otro camastro que también tenía su encanto cuando aprendías a mirarlo, y dejabas de verlo.
Mis primeros recuerdos en catre fueron en casa de mis abuelos paternos, un lugar donde parecía que cualquier cosa que hiciéramos mi hermana o yo era pecado, cuando hago memoria recuerdo a mi abuela en la cocina regañándome y preguntándome si no estaba avergonzada por contestar cuando me mandaban hacer algo, porque las señoritas no tenían que contestar, debíamos hacerlo como si fuéramos robots y mucho peor si contestaba con esa palabra del demonio “jolines”. Mi hermana y yo dormíamos en la salita de estar donde mis abuelos tenían dos butacas, una mesa camilla, un mueble donde estaba la televisión y otro mueble estrechito, era como una especie de aparador, pegado a una de las paredes y sobre el que mi abuela tenía varias figuras, el Niño Jesús, cruces, cristos. En esa salita era donde estábamos todo el tiempo, allí desayunábamos, comíamos, cenábamos y dormíamos. Mi abuela sólo abría el salón si era Navidad o se celebraba algún cumpleaños, si el evento no se daba estaba terminantemente prohibido abrir sus puertas.
La verdad que no nos gustaba mucho pasar la noche allí, creo que lo más divertido era ver a mi abuelo hacer su gran truco de magia, justo cuando era la hora de dormir, para que salieran nuestros catres de los dos muebles de aquella salita. Acto seguido se apagaban las luces y el miedo se imponía hasta que nos acabábamos durmiendo, eso sí las dos en una cama bien chiquita de 80, bien abrazadas para protegernos de esas estampas de vírgenes y cristos, y esas figuras del cristianas que parecían sacadas del museo del terror, recuerdo perfectamente al Niño Jesús, al que mi abuela besaba cada noche con esos ojos vacíos de niño poseído por el mismísimo diablo, y el pobre Cristo con los clavos en las palmas sangrando y agonizando. Nunca he llegado a comprender porque la gente cuelga cristos o cuadros de payasos en las paredes de sus casas.

Del catre del pecado saltábamos a la cama de mis abuelos maternos donde también había un salón cerrado a cal y canto que solo se abría para ocasiones especiales, cuando nos juntábamos todos los tíos y primos en fiestas de navidad o alguna fecha especial. Realmente la primera noche que pasé fuera del hospital cuando nací fue en esa casa, pero no puedo contar mucho ya que no tengo ningún recuerdo hasta unos años más tarde. Allí dormíamos, mi hermana y yo, en una habitación grande que tenía dos camas juntas, allí no había cristos ni vírgenes ni santos de ningún tipo, lo que si que recuerdo son dos ventanales grandes que daban a una terraza larga y estrecha con vistas a Plaza Castilla desde donde podíamos ver coches pasar sin cesar, jugábamos a adivinar de que color sería el siguiente coche que pasará también daban a una banda sonora de sirenas con luces de ambulancias, policías…. Recuerdo como iluminaban esas luces nuestra habitación mientras mi abuelo, el ser más dulce y cariñoso de mi mundo y con una paciencia infinita, nos leía algunas poesías de Lorca, Alberti, Machado o nos contaba alguna historia de Guinea. En esa casa no me regañaban por mis “jolines”, mi abuelo era experto en hacernos desaparecer en alguna excursión en metro para evitar que mi abuela nos castigara o regañara por alguna trastada. En aquella casa los únicos pecados eran matar o hacer daño físicamente a alguien, mi abuelo nos decía que robar estaba mal pero que no era pecado: “si robáis que sea a lo grande, muchos miles de billones, robar cuatro duros es de tontos porque si te pillan te arriesgas a perder tu libertad por un precio irrisorio, no sé roba por cuatro duros mal contados”. Nos encantaba dormir allí y mi abuelo era el culpable de obrar esa magia recitándonos poemas de Lorca, Alberti, Machado, Miguel Hernandez, contandonos alguna historia de cuando vivían en el continente africano, llevándonos al cine, al teleférico, o simplemente viajar en metro, cualquier cosa era una gran aventura. Le encantaba leernos algo con la excusa de echarle un cable a la imaginación, «hay que leer algo antes de apagar la luz de la mesita de noche y cerrar los ojos y así se ayuda a que los mejores sueños puedan cobrar vida».

También con ellos, mi hermana y yo, hemos pasado algunos días de veraneo en el apartamento que tenían en la playa. Allí hemos dormido y soñado muchos veranos, allí hemos estado solas con ellos o con mis padres o con mis abuelos y con mis padres o solas con amigos o solas con nuestros hijos. Ese apartamento que casi 30 años después sigue, con las mismas esterillas, porque siendo sincera a eso no se le puede llamar colchón. Alli he pasado muchas noches de verano en esos odiosos camastros que mi abuelo, experto en hacernos olvidar lo incómodos que eran, endulzaba con unos churros azucarados para el desayuno.

Los mejores veranos sin lugar a dudas, esos con sabor y olor a infancia fueron en el faro. Nos encantaba pasar allí el verano, con mis primas, allí las habitaciones tenían forma de quesito de Trivial. Cuantos recuerdos bonitos tenemos en ese faro allí volvíamos para darnos unas duchas y cenar algo después de un duro día (mañana y tarde en la playa y en la piscina del apartamento de mis abuelos). Era donde acabábamos las cuatro, durmiendo en sus fascinantes piltras donde descansábamos nuestros cuerpos exhaustos después de la jornada playera la rematabamos a la noche jugando al escondite o al pilla-pilla o haciendo obras de teatro y bailes inventados y protagonizados por nosotras siendo nuestro público mis tíos y mis padres… Ay ese faro, que lugar más mágico, capaz de transformar sus piltras en unos de los mejores lechos, veranos llenos de muchas risas, de infancia feliz, de cariño, de secretos compartidos entre de hermanasprimas, de recuerdos en los que mi tía estaba siempre pendiendo de nosotras, ahora que lo pienso es otra maga como mi abuelo, recuerdo esos trayectos en un seat blanco con Sabina como banda sonora cantando la canción del pirata y felices. Muy felices.

Como experta Bella Durmiente con despertares de Maléfica quiero afirmar que no todo lecho por muy grande y almohadillado que sea garantiza los mejores recuerdos y sueños, lo que es una apuesta segura es la compañía, si tienes la suerte de encontrarte con alguien que disfrute al compartir contigo haciendo cualquier cosa o nada, o de complementaros ambos seréis capaces de transformar unas esterillas en unas increíbles camastros haciendo la noche más mágica hasta la fecha.
