Cuando esa emoción nos invade en primera instancia, indudablemente, viene acompañada de una multitud de sentimientos intensos que van apareciendo espontáneamente formando un auténtico gurruño.

Comienzan a aflorar unos sentimientos que van provocando una especie de competición interna constante, haciéndonos sentir inseguros o más vulnerables de lo que ya nos sentíamos. Unos sentimientos que llegan intempestivamente, nos arrollan, dejándonos tras su paso completamente abrumados. Sentimientos que nos resultan difíciles de compartir porque no sabemos cómo expresarlos, o no nos enseñaron a hacerlo y resultan ser de lo más complicados. Aparecen entremezclándose los unos con los otros como si anduviesen perdidos dentro de nuestra mente. Una mente que no puede dejar de pensar y a la vez se enfrenta a nuestro corazón que nos “grita” desesperadamente que él nunca ha dejado de sentirlos.
Todas esa maraña de sentimientos que nos dejan el cuerpo aturdido se propagan en nuestro interior provocando que las emociones (el miedo, que nos ayuda a protegernos, la rabia o la ira, que acaba ayudándonos a adaptarnos, la tristeza, una de las que estarán de manera más constante en nuestras vidas y que nos ayuda a repararnos después de las pérdidas que vamos sufriendo, y la alegría, que nos empuja a querer seguir existiendo) empiecen a tener cada vez más fuerza, creando en nuestro fuero interno la necesidad de querer gritarle al viento levantando la voz al aire. Como si al hacerlo fuera el propio grito o bien el aire, no sabemos bien cuál de los dos, quien nos ayudase a decidir que camino es el que debemos escoger, ya que creemos que sólo vamos a poder quedarnos con uno de todos los posibles a elegir. Es ésta convicción, errónea, la que nos provoca unas incómodas lágrimas, incapaces de encontrar el camino para poder salir de los ojos y a la vez deseosas de escapar de ellos y aclararlos para que todo lo que tenemos frente a ellos podamos verlo con algo más de claridad. Son esos segundos de confusión el momento justo en el que nuestra fuerza y la seguridad en nosotros mismos parece que echaran un pulso, como poniéndose a prueba, sin garantizarnos que puedan durar mucho más sin doblegarse alguno de los dos.



Pero la vida, que es muy generosa, nos llena de regalos presentándonos a otros seres desde que nacemos y a lo largo de todo nuestro camino con los que hemos ido creando vínculos afectivos, invisibles a los ojos pero indudablemente necesarios para nuestra supervivencia y nuestro propio crecimiento emocional. Unas uniones que cambiarán nuestra vida por completo en sentido bidireccional, para bien y para mal. Se trata simplemente de mirar hacia atrás y poder ver quien éramos (hace unos días, semanas, meses, años) y ser conscientes de nuestra evolución, aceptando que no conseguiremos alcanzar todas las metas propuestas en el inicio de nuestra andadura, al igual que iremos descubriendo otras que creímos impensables o inalcanzables y que sin embargo hemos logrado cumplirlas.
La vida hay que disfrutarla, y se disfruta más cuando es compartida, con esas uniones que hemos ido tejiendo y que continuaremos tejiendo para compartir más. Más risas, más miradas, más abrazos, más besos, más palabras, más lágrimas, más instantes, más enfados, más reconciliaciones, más confidencias, más recuerdos, y sobretodo, más amor. Amor que iremos transformando de emoción a sentimiento y de sentimiento a decisión o elección siendo conscientes del mismo para que prevalezca en el tiempo independientemente de todo que podamos sentir. El amor no es más un compromiso elegido en libertad. Un amor que acompañe y riegue siempre a todo lo que nos rodea y en todas sus variantes. El amor en la amistad como una lealtad recíproca y cultivada por ambas partes, el amor familiar (más el amor fraternal) como algo sublime que aparece de forma natural y no requiere de ningún intercambio, el amor al lugar al que pertenecemos (que no tiene porqué ser geográfico si no ese regreso a nuestra propia infancia), a todos los entornos que nos han visto y que nos verán crecer, el amor conyugal (relaciones de pareja) entendiéndolo como un acuerdo que implique una profunda complicidad entre dos personas que va madurando y a su vez va transformándose a lo largo de los años para que pueda continuar acompañandonos en el tiempo.
El amor como único salvoconducto de vida.
